Internet de mierda
No culpes a la IA de lo que nos pasa por idiotas
Elige la vida. Elige conectarte. Elige un móvil grande que te cagas, pegado al cuerpo como si fuera un órgano más. Elige un plan de datos ilimitado para que jamás se te acabe el hacer scroll. Elige un lugar para informarte donde todas las noticias son la misma noticia con el titular retorcido y encuentras el mismo cabreo de siempre en los comentarios. Elige tragarte vídeos idénticos de creadores idénticos diciendo opiniones idénticas sobre la última polémica de mierda. Elige SEO, clickbait y tres párrafos de la más absoluta nada alrededor de un tuit incrustado. Elige ver vídeos de expertos financieros de diecinueve años explicándote desde casa de sus padres cómo hacerte millonario vendiendo cursos sobre cómo hacerte millonario.
Elige redes sociales que prometían conectar personas y acabaron conectando tu córtex prefrontal con un servidor en Silicon Valley. Elige brainrot italiano. Elige monitorizar tu salud y exponerla. Elige algoritmos de recomendación que dicen que te conocen mejor que tus amigos. Elige medir tu valor en likes, en visualizaciones, en comentarios, en restacks, en el numerito rojo de notificaciones. Elige invertir en fondos indexados. Elige enseñar a tus hijos a deslizar el dedo por la pantalla antes que a atarse los cordones. Elige adolescentes que no duermen, elige adultos que no paran, que no piensan.
Elige creer que la red se ha ido a la mierda. Elige pensar que antes todo era mejor, más humano, más auténtico, como si no lleváramos años ahogándonos acríticamente en la misma sopa de ruido, rabia y distracción. Elige bazofIA. Elige llamar “inteligencia” a una máquina que se alimenta de textos y vídeos que ya eran basura antes de que alguien los “artificializara”.
Elige internet. Elige la vida conectada. Elige indignarte, distraerte, agotarte. Elige culpar a la IA de un incendio que empezó mucho antes. Elige tu futuro. Elige la vida. ¿Pero por qué iba yo a querer algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes
heroínadopamina?
Me vais a permitir que me haya puesto un poco creativo con este arranque a lo Danny Boyle en su adaptación de la novela de Irvine Welsh, pero no es solo un guiño cinéfilo: es la mejor manera que se me ocurría para provocar y empezar a hablar de nuestra deriva digital actual. Llevo un tiempo encadenando el consumo de noticias, vídeos, papers y conversaciones apocalípticas sobre cómo la llegada de las IA está pringándolo todo. A saber: mierdificación, slopificación, la copia de la copia, los modelos generan textos inútiles intercambiables, internet se nos muere por saturación, se apaga a base de ruido… Y mi favorita: que durante un tiempo la IA fue “inteligente” porque se alimentaba de nosotros, y ahora que los humanos inundamos lo digital con material generado por IA y los modelos empiezan a nutrirse de su propio puré de datos, hay colapso y se empieza a ver el truco. Ni eran tan inteligentes ni eran tan artificiales, solo máquinas relativamente eficientes triturando los últimos restos de cultura humana.

Aun con todo esto, que comparto, voy a intentar usar los siguientes párrafos para intentar exculpar a la IA de todo este declive, de toda esta ponzoña, al menos parcialmente. Mi tesis para hoy es sencilla: todo era ya una santa mierda antes de que los LLM se popularizaran. Mucho antes de la venida de ChatGPT, de Perplexity y de Gemini, intentar informarse implicaba ya atravesar un mar de medios atados al clickbait, el SEO y a la economía de la indignación: titulares diseñados para farmear rabia y tiempo de permanencia de los lectores más que para explicar o informar sobre nada. Las redes sociales, que nacieron bajo la falsa promesa de “conectar” personas, llevan más de una década entregadas a algoritmos de recomendación que maximizan el engagement a costa de lo que sea: polarización, fake news, dietas infinitas de vídeos de 20 segundos. Vidas atrapadas en ciclos de hipernotificación que disparan comparaciones sociales, ansiedad y problemas de sueño en personas cada vez más jóvenes. Y si hablamos de buscadores, el crimen viene de lejos. Google lleva por lo menos una década convirtiéndose en un mercadillo cada vez más impracticable: cuatro filas de anuncios camuflados como resultados, cajas de “respuesta rápida” que parasitan contenido de otros, páginas enteras secuestradas por SEO cutre, reseñas falsas y granjas de afiliados. No necesitábamos modelos de lenguaje para arruinar la experiencia de buscar información: bastaron años de optimizarlo todo para el clic, el embudo de ventas y los intereses de los anunciantes, hasta que el buscador dejó de ser brújula y se volvió escaparate. Y no es que la tecnología nos haya hecho esto en contra de nuestra voluntad: se lo hemos pedido a gritos, con cada clic, se lo hemos rogado con cada scroll y con cada cuenta nueva creada en servicios que aportaban cero valor, ni individual ni colectivo. Por eso, la actual narrativa que señala a la Inteligencia Artificial como gran culpable del colapso cultural y cognitivo es tan falsa como seductora: funciona como nuevo opiáceo. Nos permite proyectar la culpa en un nuevo ente de silicio, un “monstruo” abstracto, y exonerarnos de nuestra complicidad cotidiana, de nuestra aceptación acrítica de las reglas del capitalismo imperante. Como diría Foucault (o Maradona): las tenemos adentrísimo.
Es infinitamente más fácil repetir que “la IA nos va a reemplazar” que admitir que llevamos décadas entrenándonos en la más absoluta mierda para ser reemplazables por esa misma IA: delegando criterio en rankings autogenerados, playlists de chichinabo y algoritmos que solo benefician al amo, aceptando sin pestañear recomendaciones y dietas audiovisuales de basura optimizada (hola, Youtube y Twitch), reenviando bulos, compartiendo titulares que ni abrimos… Cuando por fin llega la IA generativa, no hace más que perfeccionar lo que ya estaba en marcha: la optimización matemática de la estupidez humana, servida en bucle. Ahora, además, con tono convincente, autocomplacencia y manos de siete dedos.
Cada año en clase, desde hace más de un lustro (es decir, bastante antes de la fiebre de la IA) hago con mis estudiantes universitarios un pequeño experimento en los primeros días de curso. La escena que sucede al realizarlo resume nuestra tragedia contemporánea mejor que cualquier informe sociológico de la OCDE. En cada grupo de 70-80 estudiantes apiñados (sí, amigos y amigas, así estamos, y eso que el Plan Bolonia decía que venía a reducir ratios) basta con que detecte a un par mirando el móvil mientras explico algo para detener la clase y pedir, con toda la calma y buen rollo del mundo, que todos y todas dejen sus dispositivos móviles en una mesa en el centro del aula. Les pongo una sola condición: desactivar el modo silencio y activar todos los sonidos, tanto de llamadas como de notificaciones. Les aviso de que voy a seguir dando clase como si nada, o que, al menos, lo voy a intentar. Amontonan los setenta-ochenta dispositivos en una mesa y, lo que ocurre a continuación les sorprenderá: comienza la bellísima sinfonía del desastre atencional. Un cluster infinito de melodías y golpecitos percusivos, trinos de pájaros y vibraciones nos anuncia, en tiempo real, que nos han hecho “clausulazo” al portero de la Fantasy, que hay ofertas en Zalando, un Whatsapp de tu grupo de amigos, que tu crush te ha dado like en tu enésimo selfie en Instagram, que te estás perdiendo el último slop de tu creador de contenido favorito, otro Whatsapp, que ha bajado de precio ese artículo vigilado en Wallapop, que te han cobrado la suscripción a tu plataforma favorita, otro Whatsapp, que se te caducan los puntos del Decathlon, que hay match en Tinder (¡ojo!)… Varios minutos después tengo que parar y pedirles que vuelvan a recoger sus smartphones y que los pongan en silencio. No hago esta performance porque me interese fiscalizar en qué emplean su tiempo, sino para que vean (y escuchen) cómo el sistema turbocapitalista en el que vivimos pelea, por todos los medios posibles (si no es con sonido será con vibración que distrae igual a quien la sufre), por capturar su atención. Casi nadie se plantea que cada segundo, cada minuto… es dinero para otros. Si lo hicieran, limitarían sus notificaciones a lo esencial. Y, como decía, todo esto ya ocurría mucho antes de que la IA entrara en escena.
Hemos permitido que cada momento de nuestras vidas sea un momento conectado, e Internet se ha convertido con ello en un lugar hostil, un lugar de mierda, no porque las máquinas se hayan vuelto demasiado inteligentes y hayan decidido exterminarnos al estilo Skynet, sino porque el sistema económico que las impulsa nos trata como ganado cognitivo, como meros nodos de extracción de datos y atención. La inteligencia artificial generativa es simplemente la última herramienta, el último acelerante vertido sobre un incendio que nosotros mismos provocamos al aceptar términos y condiciones que nunca leímos, al priorizar la conveniencia sobre la libertad y el pensamiento crítico, y al confundir el consumo de contenido con la adquisición de conocimiento. Desde la degradación de las plataformas hasta la burbuja financiera actual que amenaza con reventar la economía global, pasando por la muerte de las comunidades digitales descentralizadas en favor de los cuatro o cinco jardines vallados corporativos, estamos asistiendo al desmantelamiento sistemático de la promesa original de la Red. Y no, repito, no es (solo) culpa de la IA. Es culpa de nuestra propia idiotez, nuestra propia desidia y de haber permitido que la lógica del mercado devore la lógica humana. Dicho de otro modo: la arquitectura de la red ya estaba pensada para ordeñar nuestra atención mucho antes de que llegara OpenAI. Con su llegada, eso sí, todo se ha acelerado y, además, hemos dejado que colonice algunos territorios que todavía asociábamos con lo humano.
Paro de hacer de abogado del diablo, no se puede defender lo indefendible: la inteligencia artificial ha venido a embarrarlo todo un poco más (y también a tirar media Internet de vez en cuando). Podíamos haberla dejado analizando grandes paquetes de datos médicos, cribando imágenes clínicas para buscar patrones, afinando modelos climáticos o automatizando burocracias infames; pero no nos quedamos ahí, la lanzamos también de cabeza a lo sagrado: a escribir, a leer, a dibujar, a componer música, a ocupar justo esos territorios en los que una cultura se reconoce a sí misma. Le pedimos “arte” a una maquinaria que solo sabe de nosotros porque nos ha imitado, copiado y fusilado a escala industrial. Que ChatGPT me pinte un óleo de mierda o me haga una canción infame mientras yo friego los platos, pongo la lavadora y bajo la basura: el futuro que deseábamos, claro que sí, la promesa de una vida creativa delegada mientras seguimos haciendo recados, tareas desagradecidas y burocracia infame. Después nos sorprenderemos cuando nadie (absolutamente nadie) quiera pagar por algo hecho con IA, por algo que huele tanto a atajo y tan poco a experiencia humana.
Cuando se nos caiga el velo de los ojos, igual descubrimos que no era la llegada de una nueva era, sino otro pico delirante del capitalismo tardío. Hoy tenemos más de mil trescientas start-ups de IA valoradas por encima de los 100 millones de dólares y casi quinientas empresas “unicornio” que viven de promesas más que de beneficios reales; hay una carrera global para levantar centros de datos que suman ya varios billones en inversión proyectada, frecuentemente a crédito, con deudas masivas, porque el relato de la revolución tecnológica lo justifica todo. Los grandes bancos empiezan a admitir que buena parte del “milagro” de la IA ya está incorporado en los valores bursátiles actuales, mientras que otros analistas hablan abiertamente de una burbuja gigantesca (17 veces más grande que cuando las dot-com), capaz de arrastrar consigo al resto del mercado cuando pinche. Cuando ese castillo de valor ficticio se resquebraje (cuando la productividad no dé para sostener tanta expectativa, cuando el suelo energético y ecológico nos recuerde que no se pueden alimentar infinitos modelos con recursos finitos), lo que quedará será un paisaje post-apocalíptico muy familiar: infraestructuras sobredimensionadas (puede que muchas de ellas sean abandonadas), deuda pública y privada por las nubes, y una internet todavía más abarrotada de basura automáticamente generada, porque la lógica será exprimir hasta el último céntimo de esta sinrazón. Así ha funcionado siempre nuestro sistema.
Ante todo esto, una vuelta a lo humano resulta harto difícil, porque no venimos de un paraíso analógico, sino de décadas de “capitalismo de vigilancia” que ha aprendido a convertir nuestra experiencia en materia prima para la predicción y la venta, y de una “infocracia” que ha ido erosionando los tiempos de la conversación, del conflicto y de la escucha, sustituyéndolos por flujos continuos de datos y estímulos positivos que narcotizan a quienes los consumen. La propia degradación progresiva de las plataformas muestra hasta qué punto la red se ha configurado como un entorno hostil a lo común: primero nos seduce, luego nos exprime y, cuando ya nos ha dejado secos, exprime también a quienes pagan por llegar a nosotros. En un mundo conectado 24/7, donde el mercado intenta ocupar cada minuto de vigilia, la idea de volver a lo humano no puede ser simplemente la de apagar el router y volver al vinilo y al café con los colegas como si nada hubiera pasado. Es más probable que esa vuelta adopte la forma de archipiélagos: comunidades descentralizadas, federadas, que se organizan en torno a intereses compartidos; nichos que mezclan herramientas y protocolos abiertos con espacios deliberadamente no digitales (clubs de lectura, cinefórums, radios comunitarias, asociaciones vecinales) donde lo algorítmico no decida quién se encuentra con quién. No será un regreso nostálgico, sino una especie de humanismo de emergencia: pequeñas “kiribatis” dispersas en medio de un océano de ruido automatizado, intentando sostener prácticas lentas, situadas y encarnadas mientras el resto del sistema sigue empeñado en convertir incluso nuestra necesidad de silencio en un dato más para monetizar.
Hoy cierro este texto, algo más corto que de costumbre, con menos optimismo que nunca. No tengo una solución limpia ni un kit de emergencia contra todo esto. No siento que vayamos a “arreglar internet” a golpe de buena voluntad, ni a desactivar el capitalismo de plataformas instalando una extensión del navegador. Lo más probable es que perdamos esta guerra: que la corriente arrastre casi todo hacia más ruido, más automatización, más granjas de contenido generadas por modelos que nadie recuerda haber entrenado. En un escenario así nos quedan márgenes pequeñísimos, casi ridículos, para elegir (sin épica ni redención colectiva) qué alimenta a las máquinas y qué alimenta nuestra vida. Elegir qué textos dejamos escribir a un modelo y cuáles seguimos sudando nosotros. Elegir en qué momentos dejamos el móvil en otra habitación como un simple sabotaje doméstico contra el flujo digital continuo. Elegir qué queremos cuidar: qué foros, qué grupos, qué familia, qué cafés, qué aulas, qué espacios merecen la pena ser sostenidos aunque sepamos que serán minoritarios y que sus métricas nunca nos darán de comer.
Elige conectarte, si quieres, pero no solo a servidores lejanos, sino a la gente concreta con la que compartes barrio, mesa, clase (varias acepciones), cuidados, hobbies y obsesiones extrañas, diferentes, raras. Elige seguir usando tecnología, pero sin tragarte entero su relato de progreso inevitable. Elige no elegir el camino que te pone delante el algoritmo. Quizá no podamos apagar el océano de ruido automatizado (sería ingenuo pensar lo contrario), pero sí podemos aprender a nadar de otra manera: más lento, más acompañados, con la conciencia amarga de que el mar está contaminado, y aún así con la obstinación de seguir buscando esas pequeñas orillas donde, de vez en cuando, todavía se escucha algo distinto a los zumbidos de este mundo digital de mierda.



Ruina humana y moral... pero aún creo en algo similar a la esperanza
Gran idea la de poner sonido a los celulares y congregarlos en concierto.