Pon un server en tu vida: sé tu propia nube
O cómo dejar de depender de servicios de suscripción y plataformas sin perder la cabeza
La nube es el ordenador de otro. Siempre. Es algo que a veces se olvida, por comodidad o porque el sistema hace todo lo posible para que no pienses en esto. The cloud. Lo etéreo. Tus cosas se suben, allá arriba, a un lugar indeterminado del cielo. Morozov nos contaba cómo ese encantamiento forma parte de vivir en la era del solucionismo tecnológico: vender la nube como infraestructura neutra e inevitable que, por sí sola, arregla cualquier problema. Tan poético como falso. Hoy intentaré, en un texto más xatakero y menos intenso que los anteriores, contaros cómo un servidor doméstico (un NAS, un PC viejo o una raspberry conectada a un par de discos duros) bien planteado puede devolvernos el control y la serenidad en la gestión de nuestros datos, nuestros recuerdos, nuestros documentos y también, por qué no, nuestra gestión de los consumos culturales. Os acercaré a qué es un servidor, qué opciones tenemos, qué usos podemos darle, cómo cuidarlo y, sobre todo, cómo una pieza de hardware puede ser un pequeño acto de soberanía tecnológica en la era del doomsurfing y el consumo hiperguiado. Muy bien, allévoy.
Subir nuestra vida digital a plataformas ajenas es como dejar la casa en un Airbnb permanente: ganamos mando a distancia, perdemos las llaves. Todo lo que guardamos allí deja de ser del todo nuestro. La promesa suena impecable —copias automáticas, acceso desde cualquier isla del mapa, cero dolores de cabeza técnicos—, seguridad y servicio 24/7. ¿Pero a cambio de qué? A cambio de ser prisionero de cuotas que no dejan de subir, de que te cambien los términos y condiciones de uso en cualquier momento (a veces incluso borrándote contenido), y de que cada clic alimente la máquina de vigilancia comercial. Shoshana Zuboff le puso nombre: capitalismo de vigilancia, un engranaje que recolecta, perfila, predice y, cada vez más, empuja nuestros comportamientos. Traducido —como perfilaba en posts anteriores—: en la economía de la atención, si no pagas con dinero, pagas con datos… y con horas y material digital de tu propia vida. Toca entonces mover ficha y recuperar soberanía allí donde encontramos bandera ajena. Benjamin Bratton, en The Stack, describe la vida digital como una pila planetaria de seis capas (Earth, Cloud, City, Address, Interface y User) donde también se reparte el poder. Intentar una micro-soberanía computacional es decidir qué estratos gobiernas y cuáles solo arriendas de forma táctica: repatriar a casa lo que puede vivir en local, guardar tú las llaves y tratar con la Nube como puerto de escala, no como domicilio. No es aislarse: es negociar desde tu fortaleza y no desde la intemperie del alquiler permanente.
En el año 1995, la hermosa Kiribati decidió mover la línea internacional de cambio de fecha hacia el este para unificar su territorio en el mismo día y ser el primer país en ver el amanecer del nuevo milenio. Un gesto cartográfico y político a la vez. Quienes habitamos la periferia cultural podemos hacer algo parecido con la tecnología: ajustar nuestras reglas de uso, trazar (h)usos propios y plantar islas en medio del océano digital (pequeñas, sí; pero nuestras).
Hace casi una década que compré mi primer NAS, que fundé mi isla: un Synology sencillo de dos bahías donde guardar documentos personales, fotos, vídeos y recuerdos. Quería custodiarlo todo sin intermediarios ni cuotas. Aprendí pronto que, cuando el hardware es tuyo, también lo son las reglas —y los cuidados. ¿Qué es (y qué no) un NAS? En corto: un pequeño ordenador dedicado a guardar y compartir archivos en tu red; lo conectas por cable al router, se queda encendido y, con su propio sistema, hace de bibliotecario para móviles, tablets, PCs, portátiles o televisiones. Puede imitar muchas comodidades de la nube —fotos, streaming, sincronización— sin ceder tus datos a terceros. Lo que no es: ni magia ni “nube infinita”. Es tu servidor doméstico y exige inversión inicial y oficio: actualizar, vigilar y, sobre todo, hacer copias de seguridad fuera de él (otra isla, por si la tormenta).
Un par de años después de la compra, mientras impartía una asignatura sobre música y cine en la que hacíamos análisis musivisual, descubrí que necesitaba mostrar en clase clips de películas al vuelo. Podíamos estar hablando, por ejemplo, de la clásica distinción entre música diegética y extradiegética y, tras mis ejemplos de rigor, que solía traer de casa, abría turno de participación: el alumnado (estudiantes de Comunicación Audiovisual, cultura cinematográfica por un tubo) proponía una película concreta, una escena, y había que comprobar ahí mismo qué función cumplía la música en ese fragmento. ¿El problema? Mis plataformas no siempre tenían lo que buscábamos (o desaparecían de una semana para otra) y, cuando asomábamos a YouTube, si existía lo que buscábamos, entraban anuncios, versiones mutiladas o calidades de VHS mal capturado. La clase se me llenaba de ruido. Así que monté mi propia mediateca en el NAS principalmente para servir a mis necesidades docentes: ripeé y volqué con paciencia monacal casi toda mi amplia colección de DVDs y Blu-rays y dejé de depender de catálogos caprichosos. Como podréis entender, desde ahí el proyecto saltó del aula al salón. Sigo prefiriendo el formato físico para casi todo (mis estanterías dan fe), pero tener una copia digital para uso privado en el NAS me permitió ver cine, donde y cuando quisiera, sin sacar un solo disco de su caja. Otra línea trazada en el mapa: menos mareas ajenas, más faro propio.
A partir de aquello, el asunto se empezó a poner intenso. Cuando descubres que un servidor doméstico sirve para mucho más que guardar las fotos que ya no caben en el móvil, te cambia la cartografía mental. Un NAS no es un cajón de discos: es el cuarto de máquinas de tu casa, capaz de mover poleas en muchos frentes. A continuación van algunos casos de uso (probados en primera persona durante estos últimos años) y cómo se implementan a nivel conceptual (hay infinitos más). No entraré en tutoriales paso a paso, pero sí a dar una visión de qué se necesita para cada función. Esto intenta ser un mapa, no un GPS. Si alguna te interesa, dejo migas y, con una búsqueda rápida (o una pregunta), llegas fácilmente al cómo. Leven anclas.
1. Accede a tu red local desde cualquier lugar (VPN casera)
Si trabajas fuera o viajas, quizás te ha pasado: necesitas un archivo que quedó en el ordenador del hogar o prefieres usar tu conexión doméstica (más seguridad) en una Wi-Fi pública. La solución es una VPN: un “túnel” cifrado que te conecta con tu red de casa y, además, te permite acceder a tus datos sin exponer el NAS a Internet. Te conectas y, desde fuera, es como si estuvieras en tu salón: misma red, mismos archivos. WireGuard y Tailscale serían las opciones modernas, rápidas y sencillas; OpenVPN, la clásica y muy compatible. Muchos NAS (Synology, QNAP…) ya incluyen servidor VPN (también algunos routers), y en servidores DIY puedes instalar WireGuard sin complicarte. Ventajas: todo va cifrado, reduces riesgos y mantienes el control. Después de probar la navegación de este modo, no querrás otra cosa, sobre todo si, además, tienes instalado en tu red lo que te cuento en el punto número tres.
2. Fotos y vídeos familiares, bajo tu control
Hacemos miles de fotos con nuestros teléfonos que, a menudo, terminan alojadas en servicios como Google Photos, iCloud y compañía: cómodo, sí, pero tus imágenes —también las más íntimas— viven en servidores ajenos donde, cada día más, algoritmos reconocen caras, lugares y objetos con fines comerciales y de autoaprendizaje. Todo esto además en un contexto de brechas de seguridad recurrentes, donde ninguna plataforma puede garantizar una inmunidad total.
Con un NAS puedes montar de forma muy sencilla tu propio Google Photos o iCloud. Puedes utilizar apps nativas de sistemas operativos como los de Synology o QNAP: Synology Photos o QNAP QuMagie suben las fotos automáticamente desde el móvil, organizan por álbumes y permiten (si quieres) reconocimiento facial/objetos solo en local. Ojo: aunque sea local, activa solo lo que tenga sentido para tu caso y decide muy bien quién tiene permisos de acceso. O puedes usar software autoalojado (vayan apuntando Docker por ahí): proyectos como Immich (ágil, con apps móviles, búsqueda por personas, mapas, deduplicación) o PhotoPrism ofrecen mucha flexibilidad y buen rendimiento en red local, sin explotar tus datos para publicidad.
Mi experiencia: empecé con Synology Photos y luego migré a Immich en un servidor DIY por su rapidez y opciones (deduplicación y álbumes compartidos privados, por ejemplo). Con un NAS controlas quién ve qué y, sobre todo, las risas y cumpleaños de tu prole se quedan en tu isla, no en una base de datos publicitaria, por mucho que garanticen cifrado de datos.
3. Adiós publicidad, adiós rastreadores
¿Te imaginas una Internet sin anuncios intrusivos ni ventanas emergentes, en todos tus dispositivos y sin instalar bloqueadores uno a uno? Eso, en esencia, es Pi-hole: un servidor DNS local que hace de “agujero negro” (DNS sinkhole) para la publicidad. En estos últimos años mucha gente los ha instalado en dispositivos tipo Raspberry Pi, pero también va perfecto en un NAS que permita instalar paquetes Docker.
¿Cómo funciona? cuando un dispositivo pide acceder a un dominio y este carga contenido y anuncios, primero consulta a Pi-hole. Si está en sus listas de anuncios/rastreadores/malware, no devuelve la IP real y el anuncio no carga. Fin. Lo que nos queda es una web más limpia y rápida, menos datos en el móvil, más privacidad; además protege teles, consolas e IoT donde no puedes instalar extensiones de navegador. En casas con peques, reduce drásticamente su exposición a publicidad. Además de evitar que dispositivos conectados como tu robot de cocina o tu robot aspirador envíen datos, mapas y diagnóstico de lo que hacen en tu casa.
Mi NAS bloquea varios miles de peticiones diarias. Creedme que se nota la calma y que la experiencia de navegación mejora notablemente. Puede que, en algún momento, alguna web pueda detectar el bloqueo y pida desactivarlo para funcionar correctamente. Ahí puedes elegir pausar el Pi-hole un momento o poner esos dominios en lista blanca. En casa, casi nadie nota que está ahí: solo que Internet va “más limpio”.
4. Tu propio Netflix, tu servidor de medios
Sin duda, uno de los usos estelares de los NAS es montar un media server, es decir, un servidor de películas, series, música u otros contenidos para streaming dentro (y fuera) de casa. Si tienes archivos de vídeo o audio (ya sean copias digitales de tus Blu-rays/DVDs, grabaciones caseras, descargas legales, etc.), con un NAS puedes crear tu propio servicio de streaming.
Las tres opciones más conocidas son Plex, Jellyfin y Emby. Plex fue pionera: ofrece una interfaz pulida, carátulas y metadatos automáticos, apps en prácticamente todas las plataformas (Smart TV, Windows, Mac, móviles, consolas…). Sin embargo, Plex es semi-propietario (como Emby): el servidor es gratuito pero algunas funciones requieren suscripción Plex Pass (ej. sincronizar contenido offline al móvil, usar la app móvil sin limitaciones, ciertos tipos de transcodificación por hardware, y desde hace unos meses, para acceso desde fuera de la red local). Además, Plex depende de conectarse a sus servidores en la nube para iniciar sesión (aunque tu contenido fluya localmente). Jellyfin, en cambio, es un software mantenido por la comunidad, código abierto y totalmente gratuito. Hace casi todo lo que Plex, sin ataduras ni módulos de pago, aunque sus apps de TV a veces son menos refinadas. Plex, además, puede funcionar también como servidor de música, para lo que tiene una aplicación de reproducción específica: Plexamp.
¿Cómo uso yo todo esto? Pues esencialmente para ver/escuchar todo aquello para lo que no encuentro vías legales de consumo. Usar un media server propio no está reñido con usar suscripciones; muchos combinamos las principales plataformas con el NAS para todo lo que no encontramos, para contenido propio, o por cuestiones de calidad de imagen. (por ejemplo, un ripeo remux de un Blu-ray sin comprimir siempre se verá mejor que cualquier plataforma). No se trata de vivir en una cueva, sino de ampliar opciones para que seamos realmente nosotros quienes decidamos qué consumir.
5. Contraseñas bajo llave: el gestor autoalojado
Si aún guardas tus contraseñas en un cuaderno, puedes saltarte esto (pero aun así, míratelo, que no es normal). Pero si utilizas gestores de contraseñas tipo LastPass, 1Password o Bitwarden, quizás te interese llevar ese vault a tu NAS. Mi favorito es Bitwarden, un gestor de código abierto. Aunque Bitwarden ofrece un servicio en la nube, también permite desplegar la solución en tu propio servidor.
¿Qué consigues con esto? Autonomía total sobre tus credenciales. Tendrás la comodidad de un gestor con extensiones de navegador, apps móviles, autofill, etc., pero los datos cifrados residen en tu máquina. Ni la empresa desarrolladora puede acceder (en la nube tampoco deberían porque va cifrado de extremo a extremo, pero hospedando tú eliminas incluso la posibilidad de brechas en sus servidores). Es uno de esos servicios que, una vez montados, requieren muy poco mantenimiento. Solo asegúrate de hacer backup de la base de datos (es un archivo SQLite cifrado) por si acaso. Y obviamente, activa autenticación en dos pasos (esto para absolutamente todo) y usa una contraseña maestra robusta.
El peaje es depender de tu propia infraestructura: si el NAS está apagado o la conexión falla, no podrás acceder a tus contraseñas. Aun así, para un usuario medio con buena conexión doméstica, autoalojar Bitwarden da mucha tranquilidad. En tiempos de filtraciones constantes, saber que tú gestionas tus contraseñas no tiene precio.
6. Casa inteligente, pero privada
Si ya tienes bombillas, enchufes Wi-Fi, sensores o cualquier cacharro IoT, te sonará Home Assistant: la base de operaciones de la domótica libre. Muchos lo montan en una Raspberry Pi, pero también puede vivir en tu NAS para que un solo cerebro orqueste todo. Software abierto, comunidad enorme y una idea sencilla: primero lo local, luego (si hace falta) la nube. Integra casi cualquier aparato y teje automatizaciones desde lo cotidiano —encender una luz al atardecer, avisarte cuando la lavadora termina gracias a un enchufe que mide consumo— hasta lo friki de la domótica que quieras (yo no lo soy mucho, la verdad).
¿Y por qué encaja en un texto sobre soberanía? Porque funciona en casa: no dependes de los servidores de cada fabricante ni de sus caprichos. Tus datos no salen de tu red y las rutinas siguen vivas aunque Internet se caiga. Tu NAS puede leer la temperatura de un sensor y, si hace frío, activar un enchufe de la estufa sin pedir permiso a nadie (ni Alexa, ni Google). Al centralizarlo todo en Home Assistant escapas del infierno multimarca/multiprotocolo: reglas coherentes en lugar de apps sueltas que no se hablan. Un hogar “smart” sin regalar tus hábitos de entrada y salida. Aquí el NAS no es un cajón de discos: es el capitán de tu red domótica.
7. Una web personal
Si te pica el gusanillo de publicar cosas, un NAS conectado 24/7 también puede alojar una página web o un blog. Muchos Synology incluyen servidores web integrados; y en servidores DIY puedes montar lo que quieras. Por ejemplo, correr un pequeño Wordpress para tu familia, accesible solo dentro de casa o abierto al mundo si configuras DNS/puertos. Seamos honestos: un NAS doméstico no va a soportar millones de visitas ni sustituir un hosting profesional para una web pública de alto perfil. Pero para proyectos personales o intranets privadas es perfecto.
Si la abres a Internet, eso sí, toca extremar precauciones (cifrado SSL, mantener todo actualizado, idealmente ponerla detrás de un proxy inverso con autenticación). Pero es una práctica divertida si quieres aprender sobre servidores web. Y para muchos puede ser la manera de tener una presencia online independiente, completamente libre, aunque sea modesta en audiencia.
8. Un videoclub (casi) automático: apps de descarga y gestión
Voy a pisar terreno delicado: gran parte del folclore NASero tiene que ver con automatizar descargas de contenidos multimedia. Existen herramientas muy potentes como Radarr (gestor de películas), Sonarr (series), Lidarr (música) o Bazarr (subtítulos) que, combinadas con agregadores como Jackett o Prowlarr, pueden buscar y descargar automáticamente contenidos que quieres, mantenerlos actualizados, renombrados y ordenados. En pocas palabras, tú le dices a Radarr “quiero la película Casablanca en 1080p” y él solo, usando múltiples trackers o fuentes indexadas, la localiza en la calidad que deseas y la baja (vía Torrent o Usenet), luego Sonarr haría lo propio con episodios de series que sigues, etc.
Advertencia legal: en España tenemos el concepto de copia privada que permite copiar contenidos a los que accediste legalmente, para tu uso personal y sin ánimo de lucro. Por ejemplo, ripear un Blu-ray que compraste, o grabar una emisión de TV para verla luego. Pero descargar obras de Internet sin autorización del titular puede no estar amparado por esa copia privada, especialmente si la fuente original no es lícita. Y definitivamente compartir/distribuir esos archivos sí vulnera derechos de autor. Sobre todo, si te lucras con ello. Además, la ley de propiedad intelectual española prohíbe expresamente eludir medidas tecnológicas de protección (DRM). Es decir, aunque tengas derecho a copia privada de un DVD, en teoría no puedes saltarte el cifrado de ese DVD, si lo tiene. Una contradicción práctica, pero ahí está.
Dicho lo cual, estas herramientas existen y técnicamente es fascinante ver cómo funcionan. Si decides explorarlas, sé consciente de las implicaciones legales en tu país y toma medidas de precaución: usa conexiones seguras (algunos usan VPN para tráfico P2P), no abras puertos innecesarios, usa trackers fiables, etc. Y por supuesto, apoya a los creadores en la medida de lo posible: un NAS no es excusa para dejar de pagar por la cultura. Busca las vías para que tu dinero llegue de verdad a los artistas y no dudes en hacerlo. En la práctica, nadie te va a perseguir por digitalizar tu colección personal o por ver una película descargada ilegalmente de la red, pero es importante saber dónde están los límites legales. Para temas educativos, como el caso que os planteaba antes, existen límites y excepciones que permiten usar fragmentos de obras en clase o investigación sin permiso (provenientes del fair use americano), pero suelen ser acotados. En definitiva: sé responsable.
En Viernes en Kiribati he hablado en las últimas dos semanas de navegar contracorriente. Montar un NAS en casa es, en el fondo, otro acto de resistencia cultural tranquila. Significa que en vez de adaptarnos 100% a las herramientas y catálogos que nos ofrecen las grandes plataformas, nos tomamos el tiempo de crear nuestro propio espacio. Es un poco como construir un faro en tu islote: da trabajo al principio, pero luego alumbra tu travesía y la de quien venga detrás. Recuperas autonomía sobre tus datos, pero también sobre tus ritmos. Tener tu propia nube te invita a ser más selectivo: guardas las fotos que realmente importan (porque ya no hay espacio “ilimitado”, pero son realmente tuyos los terabytes), ves películas de tu colección a conciencia en lugar de dejarte llevar por el algoritmo de turno, gestionas tu música, tus apuntes y tus recuerdos con un sentido más personal.
El filósofo Yves Citton propone pasar de la economía de la atención a una ecología de la atención, donde cultivemos nuestro foco en vez de cederlo a mil estímulos. Parece frivolizar cuando vinculo esto con poner un NAS en tu casa, pero en la práctica promueve esa ecología: te obliga a organizar, cuidar, decidir qué vale la pena almacenar. En lugar del scroll infinito, tiendes más a un consumo cultural consciente (por ejemplo, ver lo que realmente te interesa, porque tú lo has curado en tu biblioteca). Ya que parece que no podemos controlar los medios de producción, aquí podríamos decir que, al menos, controlas los medios de reproducción digital de tu vida cotidiana. No es una panacea ni nos librará del mundo Big Tech mágicamente, pero es una pequeña utopía práctica.
Kiribati, con sus islas dispersas en varios husos, nos enseña que la periferia puede unirse con ingenio (moviendo líneas del mapa si hace falta). Nuestra periferia cultural digital puede también reunirse: creando redes pequeñas, independientes, federadas quizás, donde el criterio de cada cual prime sobre la tiranía del algoritmo comercial. Ser tu propia nube es un paso en esa dirección: reafirmar que en este rincón del Pacífico digital mandas tú. Y como todo viaje, no estás solo: hay comunidades enteras de navegantes que han construido faros similares, dispuestos a compartir consejos, a echar una mano si tu luz se apaga por momentos. La travesía vale la pena.




Qué pasada que toda la coña de Kiribati haya desembocado en este proyecto tan GUAY.
❤️
Maravilla, as usual. Me ha recordado que tengo que configurarme la VPN para acceder desde Alemania. Viva Kiribati!