El internet guay: las comunidades online como ecologías de aprendizaje
O cómo puedes encontrar tu sitio (y aprender) en un foro, en un Discord, en un subreddit o en un grupo de Telegram
En este 2025 que se acaba (¡Feliz Navidad a quienes se acercan a leer!), el vasto continente digital que alguna vez se imaginó como un ágora global se ha seguido erosionando y acidificando a una velocidad preocupante. Las grandes plataformas, sobre todo en el último lustro, se han convertido en entornos hostiles de vigilancia comercial, protofascismo y ruido algorítmico, donde navegamos a la deriva con la atención atrofiada bajo un diluvio de contenido sintético y/o de bajísima calidad. Sin embargo, a un clic de distancia, aún persisten paisajes distintos parecidos al internet pre-plataforma: entrar en un pequeño servidor de Discord o en un foro hiperespecializado es como hallar una cala iluminada tras la tormenta. Allí, lejos del mar digital abierto e impersonal, alguien te saluda por tu nick, varias personas conversan con entusiasmo sobre un álbum o una película, otros hacen bromas internas que no entiendes (aún) y comparten links de otros lugares cuidadosamente elegidos. Como en los good old days del IRC, sientes el contraste inmediato: de lo algorítmico, impersonal y ruidoso del internet abierto del mundo plataforma, pasas a un rincón bastante más habitable, con calor humano y memoria. Es lo que llamo el «internet guay»: refugios con muros y normas propias que nos recuerdan que la red puede ser, aún, un lugar deseable, un espacio que habitar.
Hace más de una década, cuando el optimismo tecnológico aún no se había agriado del todo, comencé a escribir una tesis doctoral fascinado por un concepto que entonces empezaba a despuntar con fuerza en el mundo educativo: las «ecologías del aprendizaje». El concepto era sencillo: en un mundo complejo, líquido, acelerado, el conocimiento (y el aprendizaje) no residía únicamente en los recintos sagrados de las aulas, sino que estaba vivo, disperso y conectado en red. Estas ecologías se definían como sistemas complejos donde lo formal y lo informal se hibridan; entornos donde aprender deja de ser un acto instruccional para convertirse en una experiencia ubicua, mediada por tecnologías pero sostenida, ante todo, por relaciones significativas. No eran simples plataformas digitales, sino organismos vivos formados por personas y contextos que expandían la educación más allá de los muros institucionales, permitiendo que el saber fluyera y penetrara como agua en estructura porosa.
Hoy, muchas de estas comunidades nicho (subreddits específicos, servidores de Discord privados, foros de aficionados, repositorios de GitHub, grupos de Telegram…) son las experiencias comunitarias que funcionan de una forma más similar a aquellas ecologías de aprendizaje de las que hablaba en mi tesis. Por ello, voy a intentar contaros que estos espacios no son meros pasatiempos nostálgicos. Son, a mi parecer, infraestructuras críticas donde se preserva el conocimiento humano (contra la entropía de la IA y el SEO), donde se mitiga la epidemia de soledad adulta y donde, además, se reactiva la agencia económica y personal a través de la conversación entre pares. En un internet que se hunde bajo el peso de su propia rentabilidad extractiva, encontrar tu tribu en un atolón digital ya no es un lujo; es otra estrategia de supervivencia que sumamos a las de semanas anteriores. Hoy abandonamos ligeramente el vinagrismo de la deriva digital y nos adentramos en el fascinante mundo del internet guay: que haberlo, haylo.

El contexto: extracción sistemática y huídas lógicas
Pero antes de hablar de estas comunidades, de ese internet guay, conviene mirar primero el agua que las rodea. Toca contextualizar el entorno. Esa sensación extendida de que “internet está empeorando” no tiene por qué explicarse como mera fatiga o nostalgia: responde, tal y como vimos en otros Kiribatis, sobre todo, a incentivos económicos. En el mundo digital vivimos esencialmente en plataformas que intermedian entre dos lados (usuarios y anunciantes; compradores y vendedores), y ahí el valor no se destruye por accidente, sino por diseño progresivo. La mierdificación no ocurre de golpe, sino mediante microajustes continuos. Las plataformas retocan parámetros aparentemente pequeños (qué se ve, cuánto cuesta llegar, cuánta publicidad entra, qué se prioriza) para arañar márgenes incrementales. El resultado es corrosivo para la confianza y para la experiencia de usuario: no sabemos nunca si lo que aparece primero es lo más útil o lo más rentable para alguien (bueno, quizás sí lo sabemos). En cualquier buscador de plataforma, por ejemplo, la capa visible de “lo más relevante” puede quedar colonizada por SEO agresivo, afiliación, contenido industrial y, cada vez más, spam generado a escala y de forma artificial generativa; en redes sociales, el feed deja de ser una ventana a tu red y pasa a ser un dispositivo de optimización de engagement y rentas publicitarias. Las plataformas dejan de funcionar como herramientas de orientación, socialización y aprendizaje (si alguna vez lo fueron) y se parecen cada vez más a un entorno de casa de apuestas: la casa ajusta las probabilidades en tiempo real y el usuario paga en atención, tiempo y frustración.
Y claro, a medida que la capa “útil” de las grandes plataformas se contamina, se erosionan también propiedades básicas que definían a los públicos en red. danah boyd1 describió cuatro affordances2 clave de los entornos sociales online: visibilidad (audiencia potencial), persistencia (lo publicado perdura como archivo), propagabilidad (el contenido se comparte y circula) y buscabilidad (es localizable). Durante un tiempo, esas características parecían virtudes emancipadoras de la esfera digital; hoy, muchas se han vuelto problemáticas o han desaparecido. Por ejemplo, la hiper-visibilidad degeneró en vigilancia y escrutinio tóxico; y la propagabilidad indiscriminada facilitó la desinformación viral. Por eso, solo podía suceder una cosa: la reacción defensiva frente al ruido llevó a dinámicas de enclaustramiento. Ante el spam indiscriminado, las mentiras y la polarización, miles de comunidades huyeron del ámbito público hacia jardines amurallados más seguros (servidores privados de Discord, grupos de Telegram, foros cerrados). Esta migración a la “web acogedora” (la cozy web también lo llaman), un entramado de espacios semi-privados donde uno interactúa a salvo de miradas no invitadas, bots y trolls, mejora el clima conversacional debilitando las otras dos cualidades decisivas de la información: la buscabilidad y la persistencia.
Se suele decir que, en estas comunidades, lo valioso queda fuera del alcance de quien no está dentro y que, además, muchas conversaciones e información valiosa se pierden en el flujo. Y es verdad. Pero también hay otra lectura: quizá esa pérdida no es un accidente, sino una condición sine qua non para que el espacio funcione.
Porque, seamos honestos: la buena conversación no escala bien. Cuando un sitio crece demasiado, tiende a volverse más ruidoso, más performativo y más fácil de colonizar por dinámicas externas que lo estropean. En cambio, en el nicho (en lo pequeño, en lo cuidado) es donde se puede sostener la confianza, la crítica, el desacuerdo con cierta calidad. Y ahí es donde aparecen los atolones interesantes: no porque sean “abiertos”, sino porque son específicos. Un lugar para los que aman las aventuras gráficas, para gente que vive con pasión el mundo del ganchillo, para obsesionados de la microelectrónica o para fans del black metal nórdico. Espacios que no buscan ser masivos o gustar a todo el mundo, sino servir bien a alguien.
Uno de los dilemas estructurales de estas microcomunidades no es su tamaño, sino su equilibrio. Si crecen demasiado, mueren por exposición: el ruido escala, llegan los incentivos equivocados, la conversación se performativiza y el espacio se vuelve colonizable por lo que precisamente intentaba evitar. Pero si cierran demasiado sus puertas, mueren por inactividad: la renovación se corta, la energía se agota, la memoria se vuelve endogamia y, poco a poco, el lugar se apaga sin conflicto, simplemente por falta de aire. Navegar entre esos dos ríos es probablemente la tarea más difícil de cualquier atolón digital. No se trata de “abrirse” para gustar a todo el mundo, ni de “blindarse” para salvarse del mundo, sino de diseñar una hospitalidad selectiva: lo bastante permeable como para que el acceso no dependa de tener la llave, y lo bastante exigente como para que la dinámica no derive en plataformización. Porque en esas condiciones (permeabilidad controlada, archivo mínimo, moderación) no solo se protege la convivencia: se hace posible el aprendizaje.
El “bosque oscuro” de internet3: un mundo de comunidades ocultas o semiocultas, no indexadas en Google, donde los depredadores (anunciantes, bots, influencers hambrientos de atención) no suelen perseguirnos. Refugios que nos devuelven una conversación más humana, “despresurizada” de métricas, pero con la contraparte de que la web abierta se vacía de muchas de las mejores conversaciones. Esa retirada hacia espacios semiocultos no es solo un movimiento defensivo: también reordena dónde se produce, se contrasta y se transmite el conocimiento. Si las mejores conversaciones dejan de estar indexadas, entonces aprender en internet ya no consiste en “buscar contenidos”, sino en encontrar y sostener lugares donde el saber pueda circular con contexto, memoria y corrección mutua. Dicho de otro modo: el bosque oscuro tiene también una cara pedagógica.
Buscando una ecología de aprendizaje para sobrevivir
Si el entorno macro y abierto se está degradando, ¿cómo seguimos entonces aprendiendo en Internet? La respuesta no pasa tanto por “encontrar mejores contenidos” como por construir (o formar parte de) ecologías de aprendizaje autogestionadas: redes de personas, prácticas, herramientas y lugares donde el conocimiento circula con contraste, debate, fricción productiva y criterios compartidos. Lejos de las aulas formales, el aprendizaje adulto en internet se entiende mejor con marcos que ponen el acento en participación, conexión y práctica situada: no aprender SOBRE algo, sino aprender EN un entorno donde ese algo se hace, se discute y se corrige.
Las comunidades digitales funcionan como “comunidades de práctica”4: en ellas se aprende entrando poco a poco en una práctica social real, no consumiendo información en abstracto. El proceso, en una comunidad sobre un software específico, por ejemplo, suele ser el siguiente: al principio el recién llegado “merodea” leyendo guías, observando errores ajenos, absorbiendo jerga y normas tácitas (ese merodeo no es una pérdida de tiempo: es socialización cognitiva). Con el primer intento de intervención (un script que no compila, una duda torpe, un fallo de configuración) aparece la comunidad como infraestructura pedagógica: veteranos diagnostican, proponen hipótesis, recomiendan ajustes… A base de iteración, el novato cambia de identidad: pasa de consumidor a practicante, y de practicante a referencia. Esa transición se sostiene por tres dimensiones que, cuando existen, vuelven robusto el aprendizaje: compromiso mutuo (interacción continuada), empresa conjunta (un objetivo compartido de mejora) y repertorio compartido (recursos, wikis, métodos, historias y un lenguaje común).
Esa participación en espacios de afinidad5 (gente que se congrega por una pasión o problema compartido) es más importante que la propia pertenencia a un grupo. En un Discord de una “distro” de Linux, por ejemplo, importa menos quién eres y más qué aportas: tu configuración, tus logs, tu manera de explicar un fallo. Esa “afinidad por el esfuerzo y la práctica” puede erosionar barreras típicas de los espacios presenciales (edad, estatus, credenciales) y favorece combinaciones fértiles entre conocimiento intensivo (expertos de nicho) y extensivo (gente con visión amplia que conecta piezas). Además, el espacio no se limita a distribuir información: actúa como generador de producción cultural y técnica (tutoriales, mods, scripts, documentación), de modo que aprender y contribuir se vuelven el mismo gesto.
Todo esto converge en el marco teórico de las ecologías6. Una “ecología de aprendizaje” no es un único atolón, una infraestructura, sino el tejido que cada persona construye entre varios. El aprendizaje adulto eficaz en el mundo digital suele ser fronterizo y multimodal: salta de un vídeo a un repositorio, de un foro a una conversación, de una lectura rápida a una práctica lenta; y en cada salto reconfigura su “mapa” de recursos, personas y rutinas. Lo decisivo aquí es la capacidad de orquestar: saber qué fuente sirve para qué, cuándo pedir ayuda, cuándo experimentar, cuándo documentar lo aprendido para no perderlo. En un internet degradado, esa orquestación es una competencia de supervivencia: quien aprende no espera a que la institución o la plataforma “empaquete” el conocimiento; diseña su propio circuito de aprendizaje, con puertas de entrada, rutas de profundización y mecanismos de verificación.
Pero es la teoría del Conectivismo de George Siemens7 la que realmente pone nombre a los aprendizajes de nuestra época: cuando el cambio es rápido, “saber más” depende menos de almacenar contenidos y más de conectar nodos fiables. Aprender es gestionar una red: fuentes, comunidades, herramientas, criterios y personas que actualizan tu comprensión. Y aquí podemos entender que la mierdificación de las plataformas introduce un giro práctico: si los nodos algorítmicos dominantes (búsquedas atrofiadas, feeds optimizados para engagement) se corrompen, el aprendiz conectivista debe curar y controlar agresivamente su red, priorizando nodos humanos de alta confianza (comunidades nicho, expertos visibles, repositorios con trazabilidad) y reduciendo dependencia de nodos opacos y/o mercantilizados (ya sean plataformas, buscadores o IAs). El verdadero valor está en la capacidad de mantener una red viva, verificable y útil; y las comunidades online, cuando se cuidan, funcionan como bancos de confianza en medio del océano.
La soledad contemporánea y el refugio digital
Además, más allá del aprendizaje técnico, estas comunidades funcionan como infraestructura social en un momento en el que la adultez es especialmente frágil en términos de conexión. No es solo que “tengamos menos tiempo”: es que los engranajes cotidianos que antes producían encuentro (vecindario, asociaciones, rutinas compartidas) se han debilitado. En ese contexto, los atolones digitales no son un “sustituto inferior” de lo presencial, sino un intento (a veces torpe, a veces sorprendentemente eficaz) de reconstruir pertenencia, continuidad y conversación en un mundo donde el contacto casual se ha vuelto logísticamente complejo o directamente inexistente.
Aquí encaja el marco de los “terceros lugares”: espacios que no son ni hogar ni trabajo (cafeterías, plazas, bares, bibliotecas…), y que sostienen la vida democrática y el bienestar precisamente porque permiten relación sin agenda, conversación sin productividad y presencia sin obligación. El problema es que muchos de esos lugares se han ido erosionando también por presiones económicas, cambios hacia lo urbano y estilos neoliberales de vida; y el resultado es un “adelgazamiento” de lo común. Por eso tiene sentido que ciertos espacios digitales (cuando están bien diseñados) puedan operar como terceros lugares virtuales: accesibles 24/7, relativamente horizontales (menos jerarquías visibles), y con una atmósfera donde “estar” y charlar es parte del fin. En el caso concreto de Discord, como plataforma que después veremos, su diseño puede facilitar experiencias de “tercer lugar” en comunidades online de forma relativamente sencilla.
Otro límite es simplemente biológico y temporal: no podemos sostener infinitas relaciones ni intensificarlas todas. La literatura sobre redes personales8 describe capas típicas de vínculo (un núcleo muy pequeño y círculos progresivos hasta un entorno más amplio) y subraya que la intimidad exige mantenimiento regular. A eso se suman datos incómodos para la vida adulta: la amistad profunda requiere tiempo acumulado. El trabajo empírico de Jeffrey Hall9 estima órdenes de magnitud (decenas de horas para pasar de conocido a amistad y del orden de cientos para cercanía real), lo que, con trabajo, familia, crianza y fatiga, convierte la amistad en un proyecto a construir con dificultad, no en un “extra” espontáneo. Si compramos ese marco, lo online tiene dos ventajas prácticas: permite mantener lazos débiles con bajo coste (los vínculos “periféricos” que aportan información y oportunidades de aprendizaje) y, a la vez, facilita “presencia compartida” sostenida (canales de texto y voz, co-working, participaciones en juegos, rutinas), que es justo lo que hace falta para que aparezcan lazos fuertes cuando la logística presencial no da.
La última capa es pura salud pública. El propio servicio de salud de Estados Unidos ha advertido que la soledad y el aislamiento social se asocian con mayor riesgo de mortalidad prematura y otros impactos relevantes, y lo formula como un problema sanitario y comunitario, no como un fallo individual10. Por lo tanto, despreciar las comunidades online como “menos reales” se vuelve un error analítico: para mucha gente (por distancia, precariedad, movilidad, marginalidad o simple falta de terceros lugares accesibles) estos espacios son la única infraestructura disponible para sostener conversación, reconocimiento y continuidad. No son una solución perfecta (también pueden amplificar conflicto, dependencia o ruido), pero en un archipiélago social disperso, pueden ser el puente que evite que cada isla se convierta en algo completamente aislado.
Crónicas de un sordo: el discord de Hipersónica
Para que estas teorías no se queden en un mapa sin territorio, basta con mirar un caso cercano: mi propia ecología de aprendizaje y pertenencia en el Discord de Hipersónica. Un espacio digital hipercomplejo, creado como complemento comunitario a una web fantástica de crítica cultural, con capas, subcanales e hilos que se abren como pasillos en un edificio que no termina nunca: conversación sobre música en múltiples escalas (novedades, clásicos, placeres culpables a.k.a. calabozo de sordos), cine, libros, videojuegos, fútbol (¡FURBO!), ciclismo, política, memes, chascarrillos, vida cotidiana, debates que derivan… Y, sin embargo, la complejidad no lo vuelve frío: lo hace habitable. La estructura permite que la gente se distribuya sin disolverse; que el ruido no lo invada todo; que cada conversación encuentre su clima. Lo que se ha ido forjando ahí (en años, en mi caso) se parece menos a una red social y más a una familia virtual, una constelación de personas con inquietudes muy próximas a las mías, que ocupa buena parte de mis tiempos online y que, en la práctica, funciona como un tercer lugar: un sitio al que se entra no solo a “consultar” algo, sino a estar. Mis “amigos de pago”, dice mi mujer11.
Lo más interesante es que este atolón hipersónico no opera como un repositorio de información, sino como una máquina cotidiana de sentido. ¿Quiero saber si una película merece la pena o si es puro humo? ¿si el nuevo disco de Fulano de Copas es interesante o no? Pregunto y aparece un diagnóstico colectivo: referencias, comparaciones, matices, advertencias de expectativa (“si vienes buscando X, aquí hay Y”), incluso desacuerdos útiles. ¿Necesito una recomendación de libro, un juego, una escucha para un lunes que se complica? La pregunta activa una cadena de respuestas que mezcla memoria cultural, gusto entrenado y experiencia situada (también memes y mofas varias). No es el catálogo infinito de una plataforma ni el ranking abstracto de un algoritmo: es una conversación que, además de sugerirte títulos, te explica (si llevas tiempo dentro) por qué podrían encajar contigo. A veces el valor no está en “la respuesta”, sino en la curación implícita: alguien filtra, otro afina, un tercero pone un contraejemplo, y en ese ir y venir se aprende a discriminar, a argumentar, a escuchar “mejor”.
En términos de aprendizaje, Hipersónica y su comunidad online se parece a un espacio de afinidad donde la identidad pesa menos que la contribución, y donde la competencia no se exhibe como jerarquía sino como disponibilidad para pensar en voz alta. Se entra muchas veces desde la periferia: leyendo, observando cómo se discute, qué se considera una buena justificación, qué tono se tolera y cuál no. Con el tiempo, también se participa: compartes una recomendación, señalas una conexión, corriges un dato, preguntas con más precisión. La recompensa no es solo “saber o conocer más”, sino aprender a estar: a compartir y debatir sin convertir cada intercambio en un duelo; a sostener la discrepancia; a reconocer cuándo una opinión es gusto y cuándo es argumento y contexto; a hilar e hibridar conversaciones entre música y cine, entre política y cultura, entre fútbol y sociedad. Para mí, es una escuela informal de criterio y de convivencia. El mejor GAES.
Y hay una capa final que suele olvidarse cuando hablamos de comunidades online: el componente afectivo que sostiene la persistencia. Lo que hace valiosa a una ecología de aprendizaje no es únicamente su capacidad de producir respuestas, sino su capacidad de hacerte volver sin que eso se sienta como obligación. En este Discord, la inteligencia colectiva funciona porque hay confianza acumulada: porque conoces el estilo de escritura y de lectura de cada quien, sus sesgos, sus filias, su modo de argumentar; porque el vínculo no se reduce al intercambio instrumental. También porque sus canales de política, música, cine… no son solo un feed: son lugares donde florecen conversaciones con personas concretas, con memoria y lore compartidos, donde se puede calibrar la temperatura, relativizar, matizar, aprender… En un océano degradado por la optimización y la extracción, este tipo de atolón no elimina del todo el ruido del mundo, pero sí ofrece algo decisivo: un lugar donde la atención y el criterio todavía se tratan como bienes comunes, no como combustible o como métrica.
Internet no está roto, está colonizado por el capitalismo
Si algo deja claro este recorrido que he planteado es que el deterioro de la red de redes no es un accidente cultural ni simple fatiga digital. Es un problema de arquitectura política y económica: cuando casi todo el espacio digital se organiza para extraer valor de la atención y/o la transacción comercial, lo que antes era conversación se vuelve rendimiento, lo que antes era búsqueda se vuelve posicionamiento, y lo que antes era encuentro se vuelve exposición. En ese marco, no navegamos la red: somos navegados. Y no es extraño que el océano se sienta turbio, ruidoso e irrespirable, porque el diseño mismo premia el volumen y castiga el matiz.
Precisamente por eso importan tanto las comunidades online que sobreviven (o que construimos) al margen del conteo de likes, de la publicidad y de la compraventa. Aunque se sustenten en grandes plataformas como Reddit o Discord (quizás el siguiente paso lógico sea migrarlas al fediverso o autoalojarlas en espacios más libres y autogestionados). Y es que estas comunidades no son una vuelta romántica al foro por el foro: son ecologías de aprendizaje y terceros lugares donde se restaura una condición básica de lo humano en red, que es poder hablar sin que cada frase esté obligada a “funcionar”. La conversación se despresuriza: hay memoria, hay reputación situada, hay desacuerdos con contexto; la inteligencia colectiva aparece como diagnóstico compartido. Y en esa lógica, espacios como el Discord de Hipersónica no son un “refugio” porque estén aislados del mundo, sino porque devuelven un clima: un lugar donde la atención y el criterio vuelven a ser, modestamente, bienes comunes.
De modo que el cierre hoy no puede ser ni resignación (“internet es una mierda y ya”) ni nostalgia (“internet era mejor antes”), sino una tesis más simple y más práctica: incluso en un ecosistema dominado por dinámicas extractivas turbocapitalistas, existen formas de internet que recuerdan su promesa original, no como utopía ingenua sino como posibilidad concreta. No se trata de escapar del mar, sino de aprender a habitarlo con cartas de navegación propias: elegir nodos, cuidar comunidades, tender puentes mínimos para que el conocimiento no se pierda y para que el refugio no se convierta en secreto estéril que termine muriendo. Porque cuando un espacio se parece a un foro humano (cuando se intercambia, se conecta, se dialoga y se aprende) no solo mejora tu experiencia: te devuelve la evidencia de que la red de redes, como invención puramente humana y lejos de las dinámicas de mercado, no estaba (ni está) tan mal.
¡Felices fiestas desde el Kiribati!
danah boyd prefiere que tanto su nombre como su apellido se escriban con minúscula.
affordances puede traducirse como “posibilidades de acción” (o “posibilidades de uso”) que un entorno ofrece e invita a realizar. No tiene traducción directa al español.
Yancey Strickler saca este término de un concepto que usa Liu Cixin en El problema de los tres cuerpos.
Lave y Wenger hablan de participación periférica legítima.
J.P. Gee fue el primero en definir estos espacios de afinidad en 2004.
aquí me cito a mí mismo, sorry por el spam. En el capítulo 1 de mi tesis doctoral (De qué hablamos cuando hablamos de ecologías) podéis explorar esto en detalle.
una de las primeras teorías del aprendizaje que se escribieron pensando en el nuevo contexto tecnológico del siglo XXI.
esencialmente los textos de Dunbar.
pago por la suscripción a Hipersónica como newsletter, pero el Discord es gratuito, que son muy majos ellos.



