Se ha muerto Robe
Y hemos dejado de ser jóvenes
Se ha muerto Robe y estoy jodido. Me despierto con cuidado de no despertar a mis hijos, abro el móvil en el baño y leo un WhatsApp que me ha mandado un colega. Entro en la noticia de El País y, aunque estoy hecho polvo, me arranca una sonrisa leer al propio Robe decir que algunos de sus años de joven le contaban como años de perro. “Ciento y pico cumpliría en 2027”, decía. Se va a quedar en ciento y poco, tristemente. Se muere Robe y no es solo un músico el que se va; para este que os habla es una forma entera de habitar la adolescencia, la rabia, la torpeza amorosa, la amistad y la resaca.
Acostumbrado a escapar de la realidad
Perdí el sentido del camino
Y envejecí cien años más de tanto andar
Perdido
Robe fue además, para muchos y muchas, la puerta lateral por la que se coló la poesía en nuestras vidas. No la de los libros de texto, sino una lírica que entró a través de riffs del Uoho, en copias chuscas en casetes y con estribillos que invitaban a vivir con intensidad unos años que luego, a la postre, comprobaríamos que pasaron muy deprisa. Poesía de verja de instituto, de portal con frío, de autobús y carretera secundaria. Se ha muerto Robe y necesito escribir algo.
Yo vi a Robe solo tres veces. Tres conciertos que, en realidad, fueron tres estaciones de una misma biografía: la mía.
2008. Alhendín. Casi nadie entendía por qué Extremoduro había elegido tocar, en la gira de su mejor disco, La ley innata, en un pueblo del cinturón de Granada en vez de en la capital. Pero la peregrinación a aquel pueblo donde era casi imposible aparcar, tanto en la ida como en la vuelta, fue masiva. Nos desplazamos hasta Alhendín en coche, en taxi, y otros muchos también lo hicieron andando, sobre todo a la vuelta. Dos horas de caminata por los arcenes de una nacional pensando y charlando sobre el concierto que se acababa de vivir. Embriagados por la cerveza, teníamos la edad justa para pensar que la vida iba a ser siempre así: amigos, amores, carretera, rock y la certeza de que nada importante ocurre antes de las doce de la noche. Extremoduro, sin embargo, ya había empezado a cambiar.
Atraviesa ya
La cortina gris
Deja de pensar
Nunca estás aquí.
Seis años más tarde, después de muchos cambios vitales (de pareja, de carrera, incluso me había apuntado a un gimnasio, ahora era un tipo fit…), volví a ver a Robe subirse a un escenario. De nuevo Granada, de nuevo un campo de fútbol, de nuevo la periferia. Esta vez sí fue en la capital, pero en una de sus esquinas, en la zona norte, la más golpeada social y económicamente de la ciudad. Y, por supuesto, se volvió a peregrinar. En ese momento hacía un máster y ya empezaba a vislumbrar la posibilidad de trabajar dando clase en la uni. La juventud estaba ya un poco diluida, y eso también se notaba entre el público. El concierto fue más limpio, mucho más profesional, con un sonido cuidadísimo que salía de aquella escenografía llena de contenedores portuarios. Recuerdo a una pareja detrás de mí decir: “yo vengo por las viejas”, como quien marca distancia con las nuevas coplas de un Extremoduro que ya no volvería jamás.
Voy buscando lo que quiero
Averiguando a mi manera
No me gustan los maderos
Ni la gente con banderas
Ni la Virgen María
Ninguna ideología
Pero si sirve de algo
Yo pido libertad para los pigmeos
Que me dan aunque no los veo
La tercera (y última) fue ya con Robe en solitario, en Granada, en 2022. Otra vez Granada, pero todo distinto. Él y yo. Era mi primer concierto post-COVID, el primero en casi tres años, y llevaba en el cuerpo esa mezcla rara de excitación y cautela que se nos quedó después del encierro, sobre todo a quienes estrenamos paternidad en ese lapso pandémico. El escenario era el Cortijo del Conde, hoy más conocido por albergar ese esperpento de festival llamado Granada Sound, y yo iba en modo padre, calculando cuánto tardaría en volver a casa cuando terminara el concierto y si mi hijo estaría durmiendo bien.
Robe aparecía más canoso, más quieto; menos dadaísta de barra y más maestro de ceremonias de un universo propio construido a base de discos como Mayéutica o, el ya último, Se nos lleva el aire, del que nos adelantaba “Ininteligible” en un directo mayúsculo. Aquello tenía algo de liturgia serena: las canciones de Extremoduro ya no sonaban como himnos de borrachera, sino como capítulos de una novela que hemos ido leyendo a cámara lenta, como recuerdos de una vida pasada. Cuando atacó la “Coda Feliz”, de golpe me vino a la cabeza el final de La ley innata. No recordaba la literalidad de esa otra coda, pero sí esa sensación de que el tiempo se nos escurre entre los dedos y no hay forma de pararlo. Lo que tenía delante era a un hombre que había decidido envejecer en voz alta, sin disfrazarse de veinteañero eterno. Se le veía feliz. Para entonces, hacía ya tiempo que nosotros también habíamos dejado de ser jóvenes.
Y ahora soy un adicto feliz
A mí, nadie me ha visto llorar
Ahora soy un adicto de ti
Y del eco de tus pasos al llegar
Por eso duele tanto su muerte: porque Robe era uno de los pocos que había encontrado una forma de crecer sin traicionarse demasiado a sí mismo. Venía del barro, de Plasencia, de vender maquetas por correo y pedir pasta en cualquier lado, y acabó escribiendo suites en cuatro movimientos sobre la condición humana sin cambiar drásticamente de acento. Su trayectoria entera es una pelea contra el estancamiento: del rock transgresivo bronco y mal grabado a esa poesía existencialista en la que se mezclan Kierkegaard, la barra del bar y la jodienda amorosa en una misma frase. A pesar de los críticos de su nueva etapa (que los hay), creo que muy poca gente ha sabido convertir la blasfemia de garito en filosofía popular sin hacer el ridículo en el proceso. Y son muchos los Extremoduro de Hacendado para poder comprobarlo.
Robe también fue, aunque no saliera en las crónicas de entonces, pedagogía sentimental rara, torcida, contradictoria, para varias generaciones de chavales torpes entre los que me encuentro. En las mismas canciones donde aparecían celos posesivos, fantasías de control, tías convertidas en excusa dramática o en diana de insultos, se abrían grietas por donde se colaba otra cosa: miedo, dependencia, ternura mal gestionada. Sus letras están llenas de tópicos de macho dolido, sí, pero también de un tipo que se reconoce perdido, que se confiesa pequeño, que pide perdón a su manera y que dice que no puede más. Visto ahora, había algo políticamente incómodo en esa mezcla: no desmontaba el mandato de la masculinidad desde un lugar ejemplar, ni mucho menos, pero lo resquebrajaba por dentro, mostrando las costuras, enseñándonos que estar “hasta los huevos”, llorar a escondidas, reconocer la propia miseria o necesitar ayuda también formaba parte del repertorio posible. Esa mirada ambivalente, llena de versos que hoy releemos con distancia crítica, también explica por qué sus canciones siguen siendo, a la vez, refugio y problema.
Y cómo haremos pa’ llegar
Al mismo tiempo tú que yo
Sincronicemos los latidos con la boca
Y tic-tac-tic-tac
Pobre aguja del reloj
Nunca atravesará una tentación
Hoy la noticia de su muerte circula como esos viejos casetes que pasábamos de mano en mano, pero en el mundo nuevo: va de grupo de WhatsApp en grupo de WhatsApp, de stories con fotos granuladas rescatadas de viejos conciertos a mensajes con un simple “tío, ¿te has enterado?”. Cada cual hace inventario de sus propias escenas: aquel viaje con Jesucristo García sonando, aquel rato intentando hacer sonar los bordones de la guitarra como un tambor para replicar el inicio de Extremaydura, aquel torpe ¿dónde están los besos que te debo? para intentar conquistar algo en el bando contrario, aquella noche en Alhendín, en Granada, o en cualquier polígono industrial convertido en templo provisional. El duelo aquí es eso: un collage de recuerdos personales pegados sobre una misma banda sonora común.
Si esto fuera un Kiribati en un día normal, ahora tocaría buscarle la vuelta, hablar de cómo la industria intentará empaquetar su legado en vinilos deluxe, capitalizar con discografías y biografías oficiales, y en cómo llegarán los reconocimientos póstumos por los mismos de siempre. Hoy no me sale. Ni siquiera es viernes en el levante pacífico. Ya habrá tiempo para eso. Hoy lo único que puedo hacer es poner un disco, cualquiera (da igual si es Rock transgresivo o Se nos lleva el aire), subirlo un poco más de lo recomendable y pensar que, mientras alguien en algún sitio cante con los ojos cerrados eso de va a subir la marea, y se lo va a llevar todo, Robe seguirá todavía aquí, un poco menos muerto de lo que dice el titular.
Si me espera
La muerte traicionera
Y antes de repartirme
Del todo, me veo en un cajónQue me entierren
Con la picha por fuera
Pa’ que se la coma un ratón
Hasta siempre, Robe. Gracias por ensancharnos el alma.




Y ayer Jorge Martínez de Ilegales 😭
Yo lo ví 4 veces, la última presentando Ágila, el último disco de él que me gustó. A partir de ahí dejó de interesarme. Para mí su obra maestra es Deltoya, de muy largo. Sus directos pre-Ágila eran salvajes e imprevisibles, eso es así. También es así que el tío se volvió cada vez más gilipollas, cumplir años no le sentaba bien. Deja unos discazos incontestables, sobre todo los de sus primeros años, y el ser el padre de un género rockero en sí mismo. D.E.P.